sábado, 6 de julio de 2013

Abandono La Luciérnaga

Antes de iniciar mi perorata quiero sentar una aclaración. Soy consciente de mi insignificancia en este mundo y, a fortiori, la poca monta que representa mi audiencia para un programa masivamente escuchado como La Luciérnaga. Tengo absolutamente claro que por razón de mi decisión, este espacio radial no perderá anunciantes, importancia, ni mucho menos su reino en la radio colombiana. Tampoco pretendo movilizar y revolver conciencias. Nada de eso. Simplemente quiero dejar sentadas, para mi propia satisfacción, las razones que me han llevado a arrancar de mi repertorio radial -que constituye uno de mis pasatiempos favoritos- al programa que más he querido y al que he seguido durante más de ocho años.

Hoy decidí dejar La Luciérnaga. A pesar de que esta decisión estalló hace un par de horas nada más, mi decepción es más añeja. El desencanto abismal al que me condujo, aquel que ha atormentado mi cabeza y ha herido fatalmente a mi alma de radioescucha de tiempo completo, viene de unos meses atrás. Y aunque sé que para muchos puedo parecer excesivamente dramático y dar la impresión de dirigir una carta de desamor a alguna amante que me ha traicionado de la manera más ruin e infame, no hiperbolizo cuando aseguro que un rincón de mi corazón ha dejado de latir para siempre. De ninguna manera. No exagero al afirmar que hoy una parte de mí ha muerto.

Desde el 2005, época en que inicié mis estudios universitarios, sentí una insaciable sed de información. En esos días extraños de nuevos aires y sueños de neointelectual despertó mi avidez de conocimiento. Los libros fueron un manantial de deliciosos manjares que hasta el día de hoy devoro con devoción y locura. Pero algo faltaba. El mundo fuera del papel y las palabras hermosamente conjugadas era muy diferente. Necesitaba algo más mundano; el estudio académico no era suficiente. Por eso, para mis 17 años La Luciérnaga representó un faro. Una desopilante guía que me orientó en mis primeros pasos por los vericuetos de la compleja y espeluznante realidad colombiana. Así, de la mano de las voces de los imitadores, periodistas y expertos que día a día bombardeaban mi cabeza de datos y opiniones sobre lo divino y lo humano fui forjando un criterio, que para bien o para mal me ha llevado a ser quien soy. Es por esto que considero a La Luciérnaga como una parte fundamental de mi formación y mi vida.

Hasta el 2012 fue un espacio obligatorio en mis tardes. Incluso, en las temibles y estresantes épocas de exámenes La Luciérnaga era mi oasis: el espacio en el que me olvidaba de los incisos, los parágrafos y las resoluciones para sólo escuchar, descubrir y reír. Sin embargo, desde agosto de ese año, cuando comencé mi vida y mis estudios en otro país, y me vi enfrentado ante una cultura y realidad diametralmente opuestas a las colombianas, La Luciérnaga se convirtió en algo más. Fue ese rezago de colombianidad del que nunca me pude desprender, por más que deseara de todo corazón quitarme el peso de llevar la sangre y el pasaporte marcados con la infame mácula de venir de donde vengo. Así que, debo confesarlo, La Luciérnaga se convirtió en el puente a través del cual calmaba la morbosa necesidad de perturbarme con noticias sobre masacres, corrupción y maldad pura, a niveles que sólo en Colombia pueden existir. De esta manera, todas las noches, de lunes a viernes, el mundo anglosajón y mis compromisos académicos debían ceder, indefectiblemente, para dar paso al júbilo que en mi mente estallaba cuando la magnífica voz de Hernán Peláez anunciaba el inicio del programa.

Pero como lo cantara Héctor Lavoe: todo tiene su final. En enero de este año, Gabriel Delascasas, un personaje que en mis primeros días como oyente parecía anodino y estúpido, abandonó el programa y dejó un vacío enorme que no sería, ni podría serlo de ninguna forma, correctamente ocupado. Con él, como lo sentenciara Héctor Rincón, otro ex de la Luciérnaga, desaparecería el puente entre la realidad y la ficción. El programa degeneraría, tal como lo definiera un buen amigo mío, en un noticiero con cuentachistes. Gabriel Delascasas le daba un toque especial al programa. Con sus gritos destemplados y comentarios inoportunos imprimía fluidez y una dinámica única. Él disimulaba el hecho de que los dos "guruyes" (como los llamara la imitación de Héctor Helí Rojas), Gustavo Álvarez Gardeazábal y Pascual Gaviria, quienes se suponía debían ser las voces serias de análisis y opinión, hubiesen convertido a la Luciérnaga en un espacio para ventilar sus odios y amores, sin el más mínimo asomo de ética o profesionalismo. En suma, Gabriel Delascasas era quien nos recordaba que lo importante de La Luciérnaga era su humor y que la opinión de quienes en ella trabajaban no era más que un aditivo que podía descartarse, sin que por eso se perdiera la esencia del programa.

Ante la salida de Gabriel, las figuras de Pascual Gaviria y Gardeazábal se hicieron mucho más notorias y, por ende, irritantes. El primero, adoptando una postura de seudo-rebelde libertino -un chirrete, básicamente- abrazaba y enarbolaba las banderas e idearios del más recalcitrante conservadurismo yuppie paisa, lo cual no resulta para nada censurable. Lo verdaderamente reprensible es que, amparado en su posición de comunicador, tergiversara, manipulara y ocultara información en defensa de sus posturas, muchas de ellas inspiradas en vínculos familiares (recordemos los casos de la gestión de su padre en EPM y la de su hermano como ministro de salud). De Gardeazábal no se puede agregar mucho más a lo que muchos otros ya han dicho: su única información fiable es el precio del azúcar (Héctor Abad) y su vida gira en torno al chisme contra quien no se doblegue ante él (Héctor Abad y Daniel Coronell).

La inclusión de Claudia Morales fue otro error. Claudia es el típico ejemplo del periodista treintón colombiano. Educado y culto, pero superficial. Sus apariciones se limitaban a la transmisión de noticias y a la reproducción de las opiniones de expertos que, redundantemente consultados por todos los medios, preveían las eventuales consecuencias de un evento determinado. Su análisis independiente y de mayor profundidad era nulo, prácticamente inexistente. Además, a diferencia de sus dos compañeros ya mencionados, padece del peor defecto que, en mi concepto, puede sufrirse: ser tibia en demasía. Es decir, Claudia no fija posiciones fuertes y decididas sobre uno u otro asunto, y cuando lo hace, siempre cae en el error anteriormente endilgado: su superficialidad. Sin embargo, de ella debe rescatarse su preocupación por consultar y exponer dos opiniones antípodas, evitando caer en el sesgo del propio convencimiento o del parecer que le ofrecieran sus fuentes próximas. Claudia es una buena profesional que lamentablemente no se acomodaba al perfil requerido por La Luciérnaga.

Así, ante un programa que priorizaba la "información" y las opiniones de sus panelistas, la descalificación, ocultamiento y manipulación de los hechos se hizo pan de cada día. Repito y quiero ser muy claro en esto: no es censurable que ellos quieran opinar como a bien tengan; lo censurable es que disfracen de noticia y análisis a sus más íntimos prejuicios y odios. La Luciérnaga se iría convirtiendo, de a poco, en una tribuna personal, a través de la cual Pascual y Gardeazábal se regodearían con el insulto y la descalificación en contra de quien osara pensar y actuar distinto a lo que ellos consideraran como verdad única y universal. Estos dos adalides del periodismo se ensañarían contra todo aquel que, a falta de un espacio de contradicción, careciera de un micrófono para refutar a sus verdugos mediáticos. Al mejor estilo de Julito, condenarían a su parecer a quien tuviese la mala fortuna de posarse entre su ceño.

Obviamente no todo es malo. Algo de la vieja Luciérnaga se mantiene. Muchas noticias y hechos de relevancia fueron denunciados desde este espacio. Para citar dos ejemplos nada más, el escándalo por la contaminación marítima de la multinacional Drummond y la leguleyada fraudulenta de la firma del Embajador de Colombia en los Estados Unidos tuvieron amplio y sesudo seguimiento en La Luciérnaga. Sin embargo, ante la ya mencionada maratón de chismes y prejuicios, estas buenas obras se verían opacadas. Destacables también son sus humoristas e imitadores. Nunca una voz como la de Óscar Monsalve 'Risaloca' pudo ser más flexible y camaleónica. Aplausos también para Nelson Polanía 'Polilla'. Alexandra Montoya, siempre alerta y presta a seguir cualquier desorden, fue otro baluarte que merece ser reconocido; infortunadamente, en los últimos meses pecó por hablar de más y pudo caer al nivel de Pascual y Gardeazábal, no obstante, ello no opaca, de ninguna manera, su enorme talento. Del grupo Revolcón no puedo hablar, pues siempre silenciaba la radio cuando sus canciones asomaban; nunca los soporté.

Mención aparte merece Pedro González 'Don Jediondo'. Luego de la triste pérdida que significó la partida de Delascasas, el gran maestro del humor verde fue mi único vínculo con La Luciérnaga. Los programas de los días lunes, miércoles y viernes eran de obligatoria sintonía. Estallaba en carcajadas al escuchar sus imitaciones, en las que ridiculizaba de la forma más descarada y merecida a los personajes más pintorescos de la comuna política colombiana. Sus pésimos chistes, acompañados de saludos e introducciones interminables, eran el magnífico premio por haber soportado los minutos perdidos en que los "guruyes" se adueñaban de la verdad sabida y por saberse. Él es lo único que realmente echaré de menos cuando inicie mi abstinencia. En mi cabeza siempre llevaré su imitación de mudo, la cual he hecho mía para siempre. Este es mi pequeño homenaje para él y la forma más ridícula en la cual puedo enfrentar mi luto.

Al gran Hernán Peláez lo seguiré escuchando en el Pulso del Fútbol. Lamentablemente, a pesar de sus años de experiencia y cancha, no pudo enfrentar ni detener el alud de infortunios y calamidades que romperían la armonía del que, hasta ayer, fue mi espacio de ocio más querido. A él infinitas gracias. A él la confirmación sin atenuantes de que, aun cuando no lo acompañe con la misma asiduidad de antaño, sigo añorando que fuese mi abuelo y sigo envidiando a sus verdaderos nietos, tal como los envidié desde el primer día.

En fin, es una gonorrea lo que ha pasado con La Luciérnaga. Ha perdido su rumbo y ha olvidado lo que la erigió como la luz de las tardes colombianas. Con la pérdida de su sensatez y su sentido del humor se ha ido también una parte de mi juventud. Sin ella, gran parte de mi vida ha dejado de ser, ha dejado de existir. Esa gran parte de mi vida ha dejado este mundo. Pero lo más doloroso es que puedo afirmar, con la certeza que ofrece la amargura que me produce el manantial de lágrimas que brota de mis ojos mientras doy punto final a este episodio, que esa parte de mi corazón que hoy fenece permanecerá inerte para siempre...

3 comentarios:

  1. ¡Camilo! Que buena entrada, muy bien escrita, es muy fácil simpatizar con su dolor. Pero no hay q ser tan radical aunque si muy vigilante de lo que pasa en los medios.
    Sabiendo la agenda de los “guruyes” yo resuelvo por omitir las verdades a medias, en especial la capacidad q tiene Gardeazabal para defender de manera asolapada a un temible personaje como lo es el Procurador Ordoñez y pues lo de Pascual siempre y cuando no hable de Medellin, Bogota y el MinSalud el resto es tolerable; claro que eso le daría solo como 5 m de programa. Pero para bien o mal ahí sigue Peláez, y el modera bien e instiga, y muy a su estilo reta a los “guruyes” sin enfrentarlos directamente.
    También quería decirle, q al igual q ud, que el punto más alto de la Luciernaga es esa combinación entre Risa Loca y Don Jediondo, pero no hay nada más para deleitarse la manera como hacen pa insultar a todos los del programa, ej Lucrecia de Chemas, la que mas Mama del Programa, viejo desocupado, “Lijaca con Puestos”, “apúrate Gonzales” y más recientemente “Hernán saque a Pedro del programa”. Mi consejo, escuche el programa en iTunes subscribiéndose a el Podcasts de la Luciernaga, aunq no los escucha en vivo si se puede saltar aquellas cosas q no le gustan, y seguir disfrutando más de la ficción que aquella realidad de los “guruyes”.


    Pd: mande ese comentario a la Luciernaga, quien quita ud se convierta en el siguiente “oyente del programa” y decir “yo a vustedes” los he escuchado desde….
    Pd2: ¿Cuál es el nivel de insignificancia para alguien q comenta algo el cual el q lo escribe dice q es “insignificante”? jajajajaja

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    1. Créame que he intentado lo que ud dice. Pero el problema es de raíz. Yo soy muy cascarrabias y sufro mucho con todo lo que me disgusta. Así que no puedo hacer oídos sordos a los comentarios de los guruyes. Lo del oyente me suena. A la última paradoja no le tengo respuesta. Creo que si nos ponemos a pensar mucho en eso terminamos pegándonos un tiro al darnos cuenta de la insignificancia de nuestra propia insignificancia... Saludos.

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  2. La apreciación sobre la vinculación de Claudia Morales la comparto. Fue un error. Pero no estoy de acuerdo con lo anotado sobre la salida de Gabriel de las Casas. En nada ha afectado el programa y por el contrario, lo ha mejorado

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