Antes de iniciar mi perorata quiero sentar una aclaración. Soy consciente de mi insignificancia en este mundo y, a fortiori, la poca monta que representa mi audiencia para un programa masivamente escuchado como La Luciérnaga. Tengo absolutamente claro que por razón de mi decisión, este espacio radial no perderá anunciantes, importancia, ni mucho menos su reino en la radio colombiana. Tampoco pretendo movilizar y revolver conciencias. Nada de eso. Simplemente quiero dejar sentadas, para mi propia satisfacción, las razones que me han llevado a arrancar de mi repertorio radial -que constituye uno de mis pasatiempos favoritos- al programa que más he querido y al que he seguido durante más de ocho años.
Hoy decidí dejar La Luciérnaga. A pesar de que esta decisión estalló hace un par de horas nada más, mi decepción es más añeja. El desencanto abismal al que me condujo, aquel que ha atormentado mi cabeza y ha herido fatalmente a mi alma de radioescucha de tiempo completo, viene de unos meses atrás. Y aunque sé que para muchos puedo parecer excesivamente dramático y dar la impresión de dirigir una carta de desamor a alguna amante que me ha traicionado de la manera más ruin e infame, no hiperbolizo cuando aseguro que un rincón de mi corazón ha dejado de latir para siempre. De ninguna manera. No exagero al afirmar que hoy una parte de mí ha muerto.
Desde el 2005, época en que inicié mis estudios universitarios, sentí una insaciable sed de información. En esos días extraños de nuevos aires y sueños de neointelectual despertó mi avidez de conocimiento. Los libros fueron un manantial de deliciosos manjares que hasta el día de hoy devoro con devoción y locura. Pero algo faltaba. El mundo fuera del papel y las palabras hermosamente conjugadas era muy diferente. Necesitaba algo más mundano; el estudio académico no era suficiente. Por eso, para mis 17 años La Luciérnaga representó un faro. Una desopilante guía que me orientó en mis primeros pasos por los vericuetos de la compleja y espeluznante realidad colombiana. Así, de la mano de las voces de los imitadores, periodistas y expertos que día a día bombardeaban mi cabeza de datos y opiniones sobre lo divino y lo humano fui forjando un criterio, que para bien o para mal me ha llevado a ser quien soy. Es por esto que considero a La Luciérnaga como una parte fundamental de mi formación y mi vida.
Hasta el 2012 fue un espacio obligatorio en mis tardes. Incluso, en las temibles y estresantes épocas de exámenes La Luciérnaga era mi oasis: el espacio en el que me olvidaba de los incisos, los parágrafos y las resoluciones para sólo escuchar, descubrir y reír. Sin embargo, desde agosto de ese año, cuando comencé mi vida y mis estudios en otro país, y me vi enfrentado ante una cultura y realidad diametralmente opuestas a las colombianas, La Luciérnaga se convirtió en algo más. Fue ese rezago de colombianidad del que nunca me pude desprender, por más que deseara de todo corazón quitarme el peso de llevar la sangre y el pasaporte marcados con la infame mácula de venir de donde vengo. Así que, debo confesarlo, La Luciérnaga se convirtió en el puente a través del cual calmaba la morbosa necesidad de perturbarme con noticias sobre masacres, corrupción y maldad pura, a niveles que sólo en Colombia pueden existir. De esta manera, todas las noches, de lunes a viernes, el mundo anglosajón y mis compromisos académicos debían ceder, indefectiblemente, para dar paso al júbilo que en mi mente estallaba cuando la magnífica voz de Hernán Peláez anunciaba el inicio del programa.
Pero como lo cantara Héctor Lavoe: todo tiene su final. En enero de este año, Gabriel Delascasas, un personaje que en mis primeros días como oyente parecía anodino y estúpido, abandonó el programa y dejó un vacío enorme que no sería, ni podría serlo de ninguna forma, correctamente ocupado. Con él, como lo sentenciara Héctor Rincón, otro ex de la Luciérnaga, desaparecería el puente entre la realidad y la ficción. El programa degeneraría, tal como lo definiera un buen amigo mío, en un noticiero con cuentachistes. Gabriel Delascasas le daba un toque especial al programa. Con sus gritos destemplados y comentarios inoportunos imprimía fluidez y una dinámica única. Él disimulaba el hecho de que los dos "guruyes" (como los llamara la imitación de Héctor Helí Rojas), Gustavo Álvarez Gardeazábal y Pascual Gaviria, quienes se suponía debían ser las voces serias de análisis y opinión, hubiesen convertido a la Luciérnaga en un espacio para ventilar sus odios y amores, sin el más mínimo asomo de ética o profesionalismo. En suma, Gabriel Delascasas era quien nos recordaba que lo importante de La Luciérnaga era su humor y que la opinión de quienes en ella trabajaban no era más que un aditivo que podía descartarse, sin que por eso se perdiera la esencia del programa.
Ante la salida de Gabriel, las figuras de Pascual Gaviria y Gardeazábal se hicieron mucho más notorias y, por ende, irritantes. El primero, adoptando una postura de seudo-rebelde libertino -un chirrete, básicamente- abrazaba y enarbolaba las banderas e idearios del más recalcitrante conservadurismo yuppie paisa, lo cual no resulta para nada censurable. Lo verdaderamente reprensible es que, amparado en su posición de comunicador, tergiversara, manipulara y ocultara información en defensa de sus posturas, muchas de ellas inspiradas en vínculos familiares (recordemos los casos de la gestión de su padre en EPM y la de su hermano como ministro de salud). De Gardeazábal no se puede agregar mucho más a lo que muchos otros ya han dicho: su única información fiable es el precio del azúcar (Héctor Abad) y su vida gira en torno al chisme contra quien no se doblegue ante él (Héctor Abad y Daniel Coronell).
La inclusión de Claudia Morales fue otro error. Claudia es el típico ejemplo del periodista treintón colombiano. Educado y culto, pero superficial. Sus apariciones se limitaban a la transmisión de noticias y a la reproducción de las opiniones de expertos que, redundantemente consultados por todos los medios, preveían las eventuales consecuencias de un evento determinado. Su análisis independiente y de mayor profundidad era nulo, prácticamente inexistente. Además, a diferencia de sus dos compañeros ya mencionados, padece del peor defecto que, en mi concepto, puede sufrirse: ser tibia en demasía. Es decir, Claudia no fija posiciones fuertes y decididas sobre uno u otro asunto, y cuando lo hace, siempre cae en el error anteriormente endilgado: su superficialidad. Sin embargo, de ella debe rescatarse su preocupación por consultar y exponer dos opiniones antípodas, evitando caer en el sesgo del propio convencimiento o del parecer que le ofrecieran sus fuentes próximas. Claudia es una buena profesional que lamentablemente no se acomodaba al perfil requerido por La Luciérnaga.
Así, ante un programa que priorizaba la "información" y las opiniones de sus panelistas, la descalificación, ocultamiento y manipulación de los hechos se hizo pan de cada día. Repito y quiero ser muy claro en esto: no es censurable que ellos quieran opinar como a bien tengan; lo censurable es que disfracen de noticia y análisis a sus más íntimos prejuicios y odios. La Luciérnaga se iría convirtiendo, de a poco, en una tribuna personal, a través de la cual Pascual y Gardeazábal se regodearían con el insulto y la descalificación en contra de quien osara pensar y actuar distinto a lo que ellos consideraran como verdad única y universal. Estos dos adalides del periodismo se ensañarían contra todo aquel que, a falta de un espacio de contradicción, careciera de un micrófono para refutar a sus verdugos mediáticos. Al mejor estilo de Julito, condenarían a su parecer a quien tuviese la mala fortuna de posarse entre su ceño.
Obviamente no todo es malo. Algo de la vieja Luciérnaga se mantiene. Muchas noticias y hechos de relevancia fueron denunciados desde este espacio. Para citar dos ejemplos nada más, el escándalo por la contaminación marítima de la multinacional Drummond y la leguleyada fraudulenta de la firma del Embajador de Colombia en los Estados Unidos tuvieron amplio y sesudo seguimiento en La Luciérnaga. Sin embargo, ante la ya mencionada maratón de chismes y prejuicios, estas buenas obras se verían opacadas. Destacables también son sus humoristas e imitadores. Nunca una voz como la de Óscar Monsalve 'Risaloca' pudo ser más flexible y camaleónica. Aplausos también para Nelson Polanía 'Polilla'. Alexandra Montoya, siempre alerta y presta a seguir cualquier desorden, fue otro baluarte que merece ser reconocido; infortunadamente, en los últimos meses pecó por hablar de más y pudo caer al nivel de Pascual y Gardeazábal, no obstante, ello no opaca, de ninguna manera, su enorme talento. Del grupo Revolcón no puedo hablar, pues siempre silenciaba la radio cuando sus canciones asomaban; nunca los soporté.
Mención aparte merece Pedro González 'Don Jediondo'. Luego de la triste pérdida que significó la partida de Delascasas, el gran maestro del humor verde fue mi único vínculo con La Luciérnaga. Los programas de los días lunes, miércoles y viernes eran de obligatoria sintonía. Estallaba en carcajadas al escuchar sus imitaciones, en las que ridiculizaba de la forma más descarada y merecida a los personajes más pintorescos de la comuna política colombiana. Sus pésimos chistes, acompañados de saludos e introducciones interminables, eran el magnífico premio por haber soportado los minutos perdidos en que los "guruyes" se adueñaban de la verdad sabida y por saberse. Él es lo único que realmente echaré de menos cuando inicie mi abstinencia. En mi cabeza siempre llevaré su imitación de mudo, la cual he hecho mía para siempre. Este es mi pequeño homenaje para él y la forma más ridícula en la cual puedo enfrentar mi luto.
Al gran Hernán Peláez lo seguiré escuchando en el Pulso del Fútbol. Lamentablemente, a pesar de sus años de experiencia y cancha, no pudo enfrentar ni detener el alud de infortunios y calamidades que romperían la armonía del que, hasta ayer, fue mi espacio de ocio más querido. A él infinitas gracias. A él la confirmación sin atenuantes de que, aun cuando no lo acompañe con la misma asiduidad de antaño, sigo añorando que fuese mi abuelo y sigo envidiando a sus verdaderos nietos, tal como los envidié desde el primer día.
En fin, es una gonorrea lo que ha pasado con La Luciérnaga. Ha perdido su rumbo y ha olvidado lo que la erigió como la luz de las tardes colombianas. Con la pérdida de su sensatez y su sentido del humor se ha ido también una parte de mi juventud. Sin ella, gran parte de mi vida ha dejado de ser, ha dejado de existir. Esa gran parte de mi vida ha dejado este mundo. Pero lo más doloroso es que puedo afirmar, con la certeza que ofrece la amargura que me produce el manantial de lágrimas que brota de mis ojos mientras doy punto final a este episodio, que esa parte de mi corazón que hoy fenece permanecerá inerte para siempre...
¡Es una gonorrea!
sábado, 6 de julio de 2013
jueves, 20 de junio de 2013
Oda a la gonorrea
Gonorrea, tal como ocurre con un número importante de palabras en nuestra lengua, se encuentra pobremente definida en el paupérrimo diccionario de la Real Academia Española. Para esta "magna" institución, 'gonorrea' no merece más que un significado médico, de enfermedad venérea. De esta manera, la RAE ignora, impunemente y sin la protesta popular que ello debiera suscitar, su riqueza semántica. Este tratamiento hacia este hermoso vocablo -injusto como pocos- no sólo se manifiesta en las anacrónicas páginas del diccionario. La sociedad y sus normas de comportamiento han estigmatizado a la palabra gonorrea. Gonorrea ha sido excluida de los espacios interactivos cotidianos, siendo desplazada hacia el rincón oscuro y prohibido de la jerga vulgar e inapropiada.
La utilización pública de estos ocho caracteres, deliciosamente articulados en un sonoro y orgásmico sustantivo (la RAE le niega su naturaleza de adjetivo y adverbio), se encuentra categóricamente proscrita y severamente castigada. Miradas de desaprobación, gestos de desprecio y ademanes de asco se dibujan en los rostros de quienes, asumiendo una falsa apariencia de gente pulcra y de bien, tienen el "infortunio" de ser alcanzados por este sonido gutural y contundente. Esta gleba que desprecia a la palabra gonorrea es tan o más ignorante que la caterva de pelafustanes que permutan su derecho al sufragio por un par de tejas o unos embutidos baratos. Son ellos los que nos han hundido en el analfabetismo y el atraso económico.
Si el mundo fuera un lugar justo y la historia se escribiera por hombres verdaderamente probos, constructores de una sociedad ideal, la palabra gonorrea habría sido beatificada y descansaría en el cielo de los vocablos junto al Dios Padre de la lengua. Si las falaces bienaventuranzas de la hipocresía y la guarda de las apariencias fueran desplazadas por las mieles de la cruda pero hermosa verdad, la palabra gonorrea sería de obligatorio uso en los manuales de urbanidad y estilo literario. Si la academia se interesara por la belleza, las artes y el verdadero conocimiento, dejando de lado las frivolidades del dinero y lo efímero del 'éxito', todo catedrático, de cualquier área del saber, dedicaría un significativo espacio de sus clases al estudio puro e interactivo de la palabra gonorrea y su influencia el el desarrollo social. Pero no. Padecemos el infortunio de vivir en tiempos catastróficos que confirman la más brillante de las perogrulladas, hermosamente cantada por el enorme Santos Discépolo en su hermoso 'Cambalache': "el mundo fue y será una porquería...". Y porque el mundo fue y será una porquería, la palabra gonorrea seguirá condenada al ostracismo. Por eso, aunque sea muy poca cosa para asumir semejante tarea, me he dado a rescatar y a difundir (modestamente, lo reitero) las bondades de este término. Creo que en eso radica mi papel y obra en este mundo. Si mi existencia en algo valdrá la pena, ojalá que lo sea por esto.
Gonorrea es una palabra polisémica. Pero este carácter polisémico no se agota en la mera capacidad de denominar una pluralidad de significados mediante un mismo vocablo. No. La polisemia "gonorréica" funciona incluso y principalmente para formaciones lingüísticas contrapuestas, antónimas. Además, para cumplir con esta función de servir tanto a Dios como al mismo Diablo (si queremos ponerlo en términos de abuela), la palabra gonorrea no puede aislarse del individuo que la profiere y mucho menos de la forma en que dicho individuo la profiere. Es decir, 'gonorrea' es una expresión de humanidad. A través de ella podemos realizar una radiografía completa del ser humano; de sus virtudes y sus defectos; de aquello que lo hace grande y lo que provoca su repudio.
Si somos excesivamente metodológicos, podemos identificar dos aspectos principales de la palabra: uno negativo y uno positivo. En su aspecto negativo, la palabra gonorrea funciona como un corolario de sorpresa, indignación y asco ante un evento inesperado y de consecuencias trágicas. El sintagma "¡qué gonorrea!" en un contexto específico y acompañado de uno o varios gestos determinados (recordemos que su riqueza no permite separar esta palabra de su matriz fáctica) funciona como una descripción global y pormenorizada de las sensaciones causadas por el nocivo desenlace de una cadena de eventos dañinos. Ningún relato detallado de hechos concatenados podrá, jamás, compararse con la contundencia de nuestra santa palabra. Así, ante una inquisición del tipo "¿Cómo fue?", referida a un accidente por ejemplo, la mejor respuesta no consistirá en un rodeo infinito, desordenado e, incluso, morboso y sangriento de desventuras; bastará con, en voz baja y con la cabeza gacha, sollozar "una gonorrea" para dejar claramente establecido a nuestro interlocutor la calamitosa magnitud del infortunio.
En su aspecto positivo, gonorrea denota regocijo, admiración, reconocimiento a una gran destreza. El mismo sintagma "¡qué gonorrea!" aludido arriba, pero esta vez acompañado de gestos completamente opuestos a los usualmente empleados en su expresión negativa, representa un grito de júbilo ante lo que los ojos ven pero el sentido de la realidad se niega a reconocer dado su extraordinario carácter. Ante la misma inquisición del tipo "¿Cómo fue?", referida a un hermoso y multitudinariamente aplaudido evento, un simple "una gonorrea", acompañado de un reverbero de hermosos recuerdos dibujados en los ojos grandes y felices de quien tuvo la fortuna de presenciar tan magno acontecimiento, será mucho más eficaz que cualquier vacuo intento de plasmar la emoción suscitada a través de alguna otra composición de palabras.
La palabra 'gonorrea' es tan rica que su contundencia semántica y descriptiva es manifiesta tanto en situaciones absolutamente disímiles en su naturaleza más profunda (tal como se estudió anteriormente), como a eventos contextualmente idénticos, pero valorativamente opuestos. Dependiendo de su acompañamiento gesticular y, sobre todo, de la fortaleza en su entonación, la hermosa 'gonorrea' es capaz de comportarse como un sonoro aplauso de reconocimiento, así como un abucheo de despiadada desaprobación. Para mayor claridad usemos un ejemplo. La expresión "X es una gonorrea para jugar al fútbol", dicha con la emoción de un chiquilín que acaba de ver a su ídolo marcar un magnífico golazo -valga la redundancia- después de dejar regados a su paso a quienes osadamente intentaron detenerlo, es un claro canto de exaltación a la capacidad futbolística del referido sujeto. Por el otro lado, la expresión "X es una gonorrea para jugar al fútbol", declarada con el desagrado de quien ha visto sus sueños derrumbados por un rechazo impreciso que termina en los botines de un atacante rival en posición de gol, es una diáfana manifestación de desaprobación que sugiere al mencionado dedicarse a la recolección de habas u otro oficio no relacionado con la actividad balompédica (palabra horrorosa esa 'balompié', de la cual ya nos ocuparemos en su debido momento).
Pero lo que más me gusta de la palabra gonorrea es que, no obstante su riqueza y la amplitud de su campo semántico, jamás se difumina en conceptos tibios. Su espacio natural y en el que me ha enamorado es en el de los frentes radicales. Si fuera política, se alinearía en la izquierda o la derecha; jamás en el vacilante centro o en la indecisa, acomodada y siempre políticamente correcta "socialdemocracia". Con la palabra gonorrea se es o no se es; se alaba de la manera más efusiva y afectuosa, o se despedaza despiadadamente sin contemplación de la más mínima susceptibilidad ajena. De ahí el nombre de este ridículo espacio; de ahí su objeto: plasmar lo que a mi entero juicio e incorruptible subjetividad es una gonorrea, para bien o para mal...
Si el mundo fuera un lugar justo y la historia se escribiera por hombres verdaderamente probos, constructores de una sociedad ideal, la palabra gonorrea habría sido beatificada y descansaría en el cielo de los vocablos junto al Dios Padre de la lengua. Si las falaces bienaventuranzas de la hipocresía y la guarda de las apariencias fueran desplazadas por las mieles de la cruda pero hermosa verdad, la palabra gonorrea sería de obligatorio uso en los manuales de urbanidad y estilo literario. Si la academia se interesara por la belleza, las artes y el verdadero conocimiento, dejando de lado las frivolidades del dinero y lo efímero del 'éxito', todo catedrático, de cualquier área del saber, dedicaría un significativo espacio de sus clases al estudio puro e interactivo de la palabra gonorrea y su influencia el el desarrollo social. Pero no. Padecemos el infortunio de vivir en tiempos catastróficos que confirman la más brillante de las perogrulladas, hermosamente cantada por el enorme Santos Discépolo en su hermoso 'Cambalache': "el mundo fue y será una porquería...". Y porque el mundo fue y será una porquería, la palabra gonorrea seguirá condenada al ostracismo. Por eso, aunque sea muy poca cosa para asumir semejante tarea, me he dado a rescatar y a difundir (modestamente, lo reitero) las bondades de este término. Creo que en eso radica mi papel y obra en este mundo. Si mi existencia en algo valdrá la pena, ojalá que lo sea por esto.
Gonorrea es una palabra polisémica. Pero este carácter polisémico no se agota en la mera capacidad de denominar una pluralidad de significados mediante un mismo vocablo. No. La polisemia "gonorréica" funciona incluso y principalmente para formaciones lingüísticas contrapuestas, antónimas. Además, para cumplir con esta función de servir tanto a Dios como al mismo Diablo (si queremos ponerlo en términos de abuela), la palabra gonorrea no puede aislarse del individuo que la profiere y mucho menos de la forma en que dicho individuo la profiere. Es decir, 'gonorrea' es una expresión de humanidad. A través de ella podemos realizar una radiografía completa del ser humano; de sus virtudes y sus defectos; de aquello que lo hace grande y lo que provoca su repudio.
Si somos excesivamente metodológicos, podemos identificar dos aspectos principales de la palabra: uno negativo y uno positivo. En su aspecto negativo, la palabra gonorrea funciona como un corolario de sorpresa, indignación y asco ante un evento inesperado y de consecuencias trágicas. El sintagma "¡qué gonorrea!" en un contexto específico y acompañado de uno o varios gestos determinados (recordemos que su riqueza no permite separar esta palabra de su matriz fáctica) funciona como una descripción global y pormenorizada de las sensaciones causadas por el nocivo desenlace de una cadena de eventos dañinos. Ningún relato detallado de hechos concatenados podrá, jamás, compararse con la contundencia de nuestra santa palabra. Así, ante una inquisición del tipo "¿Cómo fue?", referida a un accidente por ejemplo, la mejor respuesta no consistirá en un rodeo infinito, desordenado e, incluso, morboso y sangriento de desventuras; bastará con, en voz baja y con la cabeza gacha, sollozar "una gonorrea" para dejar claramente establecido a nuestro interlocutor la calamitosa magnitud del infortunio.
En su aspecto positivo, gonorrea denota regocijo, admiración, reconocimiento a una gran destreza. El mismo sintagma "¡qué gonorrea!" aludido arriba, pero esta vez acompañado de gestos completamente opuestos a los usualmente empleados en su expresión negativa, representa un grito de júbilo ante lo que los ojos ven pero el sentido de la realidad se niega a reconocer dado su extraordinario carácter. Ante la misma inquisición del tipo "¿Cómo fue?", referida a un hermoso y multitudinariamente aplaudido evento, un simple "una gonorrea", acompañado de un reverbero de hermosos recuerdos dibujados en los ojos grandes y felices de quien tuvo la fortuna de presenciar tan magno acontecimiento, será mucho más eficaz que cualquier vacuo intento de plasmar la emoción suscitada a través de alguna otra composición de palabras.
La palabra 'gonorrea' es tan rica que su contundencia semántica y descriptiva es manifiesta tanto en situaciones absolutamente disímiles en su naturaleza más profunda (tal como se estudió anteriormente), como a eventos contextualmente idénticos, pero valorativamente opuestos. Dependiendo de su acompañamiento gesticular y, sobre todo, de la fortaleza en su entonación, la hermosa 'gonorrea' es capaz de comportarse como un sonoro aplauso de reconocimiento, así como un abucheo de despiadada desaprobación. Para mayor claridad usemos un ejemplo. La expresión "X es una gonorrea para jugar al fútbol", dicha con la emoción de un chiquilín que acaba de ver a su ídolo marcar un magnífico golazo -valga la redundancia- después de dejar regados a su paso a quienes osadamente intentaron detenerlo, es un claro canto de exaltación a la capacidad futbolística del referido sujeto. Por el otro lado, la expresión "X es una gonorrea para jugar al fútbol", declarada con el desagrado de quien ha visto sus sueños derrumbados por un rechazo impreciso que termina en los botines de un atacante rival en posición de gol, es una diáfana manifestación de desaprobación que sugiere al mencionado dedicarse a la recolección de habas u otro oficio no relacionado con la actividad balompédica (palabra horrorosa esa 'balompié', de la cual ya nos ocuparemos en su debido momento).
Pero lo que más me gusta de la palabra gonorrea es que, no obstante su riqueza y la amplitud de su campo semántico, jamás se difumina en conceptos tibios. Su espacio natural y en el que me ha enamorado es en el de los frentes radicales. Si fuera política, se alinearía en la izquierda o la derecha; jamás en el vacilante centro o en la indecisa, acomodada y siempre políticamente correcta "socialdemocracia". Con la palabra gonorrea se es o no se es; se alaba de la manera más efusiva y afectuosa, o se despedaza despiadadamente sin contemplación de la más mínima susceptibilidad ajena. De ahí el nombre de este ridículo espacio; de ahí su objeto: plasmar lo que a mi entero juicio e incorruptible subjetividad es una gonorrea, para bien o para mal...
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